¿Sabías que en París existió una prisión para deudores? Descubre en el siguiente artículo las anécdotas más fascinantes de esta excéntrica cárcel, cuyos reclusos poseían elegantes sillas, creaban mercados, jugaban rifas y comían pavo.
No hace mucho tiempo los franceses pensaban que la mejor manera de castigar a un deudor era mandarlo directo a la cárcel. Los mandaban, sin derecho a ningún tipo de apelación, a un viejo edificio en el número 70 de la calle de Clichy, donde un letrero pintado con brocha decía claramente: Prisión de los deudores.
Allí se encontraban en inhabitual camaradería poetas sin inspiración, modestos boticarios, marqueses en quiebra, sabios sin suerte y toda clase de personas, que por una u otra razón, terminaban tras los barrotes de tan particular lugar.
En caso de deuda morosa y según la legislación que estuvo en vigor hasta 1867, los acreedores podían hacer valer su derecho de “apremio de persona”, o en otras palabras, una siniestra medida que ponía la libertad del individuo a disposición del fiador. Claro está que la ley le permitía hacer esto con solo una persona, es decir que el fiador caía en la trampa del dilema cuando tenía que escoger entre el deudor, su esposa o alguno de sus hijos. Lo curioso es que el Estado, por no querer involucrarse en deudas privadas, le proponía el siguiente trato al acreedor: Si se deseaba castigar a un deudor, el Estado se encargaba de encerrarlo a condición de que el acreedor pagara por su sustento.
Las reglas para convertirse en uno de los honorables inquilinos de esta Bastilla comercial eran supremamente claras. La única carta de presentación que exigían era una deuda impagable. Sin embargo, la ley estipulaba que el deudor no podía ser arrestado durante la noche ni los domingos, lo que le permitía a un cliente en deuda jugar al gato y al ratón con su acreedor.
En general, la pensión de un prisionero por deudas incluía los siguientes elementos: el alquiler del mobiliario, que costaba 30 francos, el impuesto voluntario por la calefacción, 5 francos, el servicio de peluquería, 30 centavos, lavandería quincenal de ropa, 10 francos.
Una vez en prisión, las cosas no eran del todo trágicas. Las celdas eran de 7 metros cuadrados, con una chimenea y una cama de hierro, y al prisionero se le concedían dos libertades que harían de esta prisión algo original. Primero, la libertad de poder deambular a su antojo por todo el edificio, y segundo, el derecho a hacer traer del exterior cuantos suplementos de comida y mobiliario fueran necesarios para su comodidad.
Por esa razón es que ocurrieron hechos inverosímiles durante los largos años de existencia de esta penitenciaría. La prueba es el caso de un preso que consideraba indispensable amoblar su celda con una silla elegante que tuvo que alquilarle a un tapicero del barrio. Tres años después, tras purgar su pena, le debía 630 francos al dicho tapicero, por lo cual, apenas pudo respirar el aire de la libertad, no tuvo más remedio que dar media vuelta y volver a su prisión, esta vez sin su silla.
La cárcel también era la sede de todo tipo de comercios, donde cada preso tenía derecho a montar un negocio. Desde la madrugada, las puertas de las celdas se abrían y comenzaba la algarabía de los comerciantes. De hecho, uno de los reclusos montó un día en su habitación un café llamado “El Universo”, donde un letrerito garantizaba que ningún consumo excedería los 15 centavos.
Incluso un día llegó durante el desayuno un nuevo prisionero con el estómago vacío y sin un solo centavo. Recorriendo los pasillos de la prisión, tuvo una idea genial cuando pasaba frente al cuarto del deudor Félix, que vendía carne de pavo y melones. Viendo la suculencia del plato, le pidió a Félix que le guardara todo el pavo y un melón, y que en media hora vendría a pagarle. Acto seguido pregunto dónde se encontraba la biblioteca de la prisión, a donde fue a pedir cuatro hojas en blanco que rasgó en varios pedazos, sobre los cuales escribió lo siguiente: bono para un festín de pavo al horno y melón de azúcar. Saliendo al jardín y al mejor estilo de un vendedor de plaza de mercado, comenzó a gritar: gran lotería gastronómica para apoyar a un pobre padre de familia prisionero por sus deudas, seis centavos el tiquete, pruebe su suerte. La lotería fue un éxito, pues genero 19 francos netos una vez deducido el precio del pavo y el melón. Al día siguiente el hombre colgó un letrero en letras capitales sobre la puerta de su habitación en el que agradecía a Félix, el vendedor de carne de pavo.
Podría citarles otros casos como el del deudor que a los 40 años fue a parar a Clichy porque sus padres olvidaron pagarle a su nodriza y otros asuntos semejantes. Pero en realidad, lo importante de todo este asunto es que la ley de “apremio de persona” terminó por desaparecer en 1867.
Las críticas y la presión de la opinión pública hicieron caer en cuenta a las autoridades de que la peor solución para que alguien pagara sus deudas era encerrarlo y privarlo del mínimo de sus actividades. De todas maneras, la cárcel de Clichy no logró cumplir con su hipotético objetivo de corregir a los deudores, pues dentro de sus cuatro muros hubo quienes no solo persistieron en contraer nuevas deudas, sino que otros se prestaron halagados para el rol de usureros.
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Maria luisa Betancourt
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