Aunque nunca nadie vio sus majestuosas alas desplegarse, ni elevarse por los aires con hosannas y trompetas, el ángel Cyclamel tenía cientos de discípulos. Si bien se desconoce el planeta de donde venía, ni los otros 14,000 ángeles que allí habitaban, el ángel Cyclamel logró que muchos rezaran por el bien de su lejano planeta.
La verdad es que solo sus más cercanos adeptos lo llamaban “mi ángel”, porque la mayoría lo conocía como France el absolutista. La fascinación que el periodista Guy Breton sintió hacia tan particular movimiento hizo que se infiltrara en la secta del ángel Cyclamel, para escribir un delicioso testimonio de su experiencia.
Esto fue lo que Breton escribió en 1950:
“Existe en París una secta dirigida por un curioso personaje que se ha dado el muy poético nombre de ángel Cyclamel, enviado por el Señor para salvar a este mundo por medio de la ternura. Para cumplir su misión, ha decidido fundar el Absolutismo, una religión que busca ayudarle a los humanos a encontrar su alma gemela, crear parejas absolutas que puedan, tras la muerte, convertirse en una bella mariposa… (nótense los puntos suspensivos del autor).
Me presenté entonces ante las puertas del templo angelical. Una dama salió a mi encuentro, era una de las sacerdotisas del amor. El ángel, me dijo, ya va a hablar, hoy va a dar la primera clase de ternura. El aspecto del ángel no hizo más que sorprenderme. Con su cabeza calva y nariz aplastada se parecía más a nuestro boxeador Halimi que al arcángel San Gabriel; sin duda alguna por pura modestia celestial.
En medio del furor, el ángel subió a la tribuna y dijo lo siguiente: Henos aquí en la tierra, esperando pasar del estado de larva al de mariposa o, en otras palabras, al de hombre ángel. Los ángeles son la fusión de cuerpo, alma y espíritu de un hombre y una mujer en su nivel máximo de ternura. Estos ángeles viven entonces en Cyclamel, un planeta en forma de huevo, rodeado de 7 soles. La tierra es entonces una fábrica de ángeles. La gente lo aplaudió con entusiasmo.
Cuando descendió de la tarima, algunos parecían ya entregarse audazmente a esas funciones benéficas en las esquinas más sombrías, mientras Cyclamel decía “salgan del capullo hijos míos, salgan del capullo – exhortándolos a una desnuda ternura. Luego se acercó a nuestra mesa para darnos la bienvenida, diciendo que la sacerdotisa y yo hacíamos una pareja perfecta. Pero fascinado por la particularidad del personaje, no pude contenerme y le pregunté si los astrónomos conocían el planeta Cyclamel. No, es invisible -me respondió-, y me pareció que esa particularidad debía evitarle soliloquios inútiles.
Tras una larga discusión sobre cómo convencería pronto a Kennedy, la reina Isabel, Khruchev y otros líderes del mundo, llegamos finalmente al tema de la luna. Su mirada se endureció bruscamente: La luna desaparecerá, me dijo. El ángel detesta la luna -susurro la sacerdotisa-. Es cierto, -siguió el ángel- la luna se separó de la tierra, se llevó consigo la Atlántida y desde entonces este planeta sufre por ese divorcio. ¿Quiere decir, estimado ángel -le pregunté-, que la Atlántida es ese detestable satélite que vemos en el firmamento? Exactamente, hijo mío, respondió satisfecho.
Pero en ese momento la sacerdotisa a mi lado comenzaba a preocuparse por lo esencial, queriendo volverse mariposa en algunos minutos. Tomó mi mano y comenzó a acariciarla, sin duda sintiendo que el capullo comenzaba a ceder. Pero mi interés continuó cuando osé hacerle una pregunta delicada a Cyclamel: ¿mi ángel, usted está casado? No -dijo con calma- pero he sabido que en China hay una profetisa que enseña la misma doctrina mía.
Visiblemente, mi media naranja comenzaba a preocuparse de no llegar nunca a ese privilegiado estado de simbiosis que prometía France el Absolutista. Tenía afán por llegar a ese lugar entre la tierra y el sol, a 110 millones de kilómetros de nuestro planeta. Fue entonces cuando, para ayudarle a los adeptos a abandonar mas fácilmente su capullo, un sargento absolutista apagó las luces mientras el ángel comenzaba a recitar poemas. Tocados por su gracia divina, las mariposas extendieron finalmente sus alas”.
Este es el testimonio, lleno de un fabuloso humor a la francesa, que Breton nos legó, sobre una de las tantas sectas que surgieron en París tras la Segunda Guerra Mundial.
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