Cada país tiene su asesino en serie insignia. Está Jack el destripador en Inglaterra, Garavito en Colombia y Landru en Francia, sin contar con otros temibles personajes que han venido al mundo. Para la gente, todos ellos tienen un aura, no solo terrorífica, sino legendaria, como si el horror de sus actos lograra una suerte de hipnosis colectiva.
Pues bien, en Francia está el caso de uno de los asesinos en serie más peligrosos, sagaces e intrépidos que hayan existido: un personaje de mirada fría, corbatín, una frente amplia que le empieza en la mitad de la cabeza y labios delgados como si anduviera maldiciendo hasta al último ser de nuestra especie. Es la imagen de un consejero general de la república y un exalcalde que, por un macabro azar del destino, resultó ser también doctor. Se trata de Marcel Petiot, un hombre que destronó al famoso Landru en su lista de víctimas al ser acusado de 27 crímenes y reivindicar, él mismo, otros 63.
En la ciudad de Auxerre contaban sus vecinos que, desde muy pequeño, hacia principios del siglo XX, pasaba su tiempo libre torturando animales u otros pasatiempos extraños para los niños de su edad. Más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, combatió contra los alemanes hasta quedar lisiado y, temiendo volver al frente tras su recuperación, fingió un estado de locura que lo hizo pasar los últimos meses de combate en un asilo.
Una vez libre del servicio militar, se orientó hacia la medicina, graduándose de la Universidad de París en 1921 con notas casi perfectas. Su única nota regular, para sorpresa de sus profesores, fue la de la clase de disección; aunque entenderán luego que no habrá sido por vago, sino al contrario, por hacerlo con demasiado ardor.
Tras sus estudios, Petiot volvió a su ciudad natal donde no tardó en convertirse en un doctor querido por todos y conocido por su generosidad al no cobrarles a los pacientes de menos recursos. En 1926, Louisette, una joven del barrio que le ayudaba en su consultorio, se mudó a su casa. Con ella, entabló una relación amorosa, aunque al quedar embarazada se evaporó misteriosamente de la faz de la tierra sin que nadie volviera a saber de ella; incluido el doctor claro está.
Esa dura pérdida lo llevó a entrar al mundo de la política, un terreno al que se adaptaría sin mayores dificultades. A los 29 años ya era incluso alcalde de su municipio y el mundo comenzó a rendírsele a los pies, o eso era lo que a parecía, si no contáramos con que la otra mitad del pueblo lo tenía entre ojos por algunos hechos extraños que venían sucediendo.
Empezaba naturalmente su verdadera carrera, la de asesino -claro-, cuando una lechería fue devorada por las llamas junto con su propietaria. Se trató seguramente de un acto de la delincuencia común, decían las autoridades, lo que no impide que la pobre señora haya sido la principal antagonista de Petiot. La policía no encontró pruebas suficientes para inculparlo, salvo un testigo que lo vio deambulando por los alrededores antes del incendio y que, desafortunadamente, murió de una alergia días después, sin que el doctor-alcalde lograra salvarlo.
Tras varios escándalos de corrupción y de malversación de fondos públicos fue expulsado de su pueblo natal y terminó instalándose en el 66 de la calle Caumartin de París. Ahí abrió un nuevo consultorio que existió hasta el 11 de Marzo de 1944 cuando, en plena liberación de Francia, fue consumido por un incendio. Cuando los bomberos y la policía llegaron vieron un escabroso escenario de miembros dispersos y cadáveres en descomposición que ardían en un horno.
Nadie pudo dar con el paradero del doctor, ni siquiera su supuesto tío que quedó igual de sorprendido cuando fue a visitar a su sobrino y se encontró con la policía. Al oír lo que los policías habían descubierto solo tuvo tiempo para preguntarles si ellos eran franceses “de bien”. A lo que respondieron que eran admiradores de de Gaulle y miembros de la resistencia. Siendo así, les confesó que los cuerpos encontrados eran de soldados alemanes y colaboracionistas; enemigos en todo caso de todo francés honorable, decía, al mismo tiempo que exclamaba, viva de Gaulle y se aprestaba a abandonar el lugar. Horas después, los policías cayeron de sus asientos al ver que el doctor y su tío no solo eran familiares, sino que parecían extrañamente gemelos.
Y eso era solo la punta del iceberg, porque los detectives recuperaron el seguimiento que le venía haciendo la policía alemana al doctor Petiot, en un informe que terminaba con estas frases: “Orden a las autoridades alemanas. Arrestar al doctor Petiot. Loco peligroso”. Los investigadores, viendo su historial, entendieron que estaban ante un criminal peligrosísimo que, además, detestaba a los alemanes. Fue así como decidieron lanzarle una carnada publicando un artículo según el cual, Petiot era un colaborador del régimen nazi. A los pocos días, el periódico “La Resistencia” recibió una carta defendiéndolo y revelando de paso que se trataba del asesino mismo que, por descuido, había revelado su escondite. A los pocos días lo arrestaron en una estación de metro.
Su juicio duró dos años y, antes de la sentencia, se dirigió al jurado diciéndoles que él había solo suprimido a miembros de la Gestapo y que ellos sabrían, en consecuencia, cual era el veredicto justo. A las pocas horas fue sentenciado a la guillotina. El día de su suplicio, el encargado de las ejecuciones presenció algo que años después confesaría diciendo que: “por primera vez en mi vida vi a un hombre descender de las celdas reservadas a la pena capital, si bien no bailando, al menos de un natural perfecto. Andaba con soltura, como si se dirigiera a su consultorio para hacer una consulta de rutina”. Así era la verdadera sangre fría del doctor Petiot.
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