A menudo, cuando los parisinos hablan de Los Inválidos en París, se refieren a uno de los lugares más emblemáticos de la capital; una explanada que se extiende desde el río Sena hasta ese fabuloso edifico de domo dorado.
Allí, no solo reposan los restos de Napoleón Bonaparte y otros grandes generales de Francia, sino donde también se encuentra el Museo de la guerra y, sobre todo, un antiguo hospital militar. De ahí que se le conozca como los inválidos, pues hasta el día de hoy es ahí donde son recibidos los veteranos de guerra heridos en combate.
En otras épocas, hace más de 3 siglos, los soldados que quedaban fuera de combate y mutilados, terminaban a menudo sus días en la miseria absoluta, dependiendo de la caridad de la gente y siendo dueños tan solo de sus memorias, cuando recordaban esos años en los que lucían sus espléndidos uniformes ante las trompetas de un ejército enemigo. Por eso es que muchos buscaban el buen cuidado de la iglesia que solía recibirlos en sus abadías a cambio de algunos trabajos. A menudo hacían sonar las campanas, barrían los corredores y no podían ni aspirar al más mínimo sorbo de vino que el cura reservaba para la misa. Ya se imaginarán el golpe que esto significaba para estos personajes acostumbrados a beber hasta la ebriedad, a hablar a gritos y con un vocabulario rico en adjetivos calificativos.
Por eso es que el rey Luis XIV decidió un día construir un edificio donde pudieran encontrar refugio los inválidos de su ejército, que fueron tantos como las guerras con las que quiso conquistar Europa. Cuando por fin lo erigieron, en sus corredores se respiraba un ambiente militar, los enfermos se organizaban en compañías, todo funcionaba bajo un orden marcial digno de esta poderosa institución francesa. En los inválidos, los soldados fabricaban uniformes, zapatos y otros utensilios para sus compañeros en campaña.

Con el tiempo, se fueron creando tradiciones y costumbres que todos los inquilinos del hospital debían saber de memoria. Sobre todo cuando se organizaba las fiestas de las caras rotas, es decir, cuando llegaba algún nuevo soldado recién lisiado, con sus vendas aun fresquitas y todavía con los tímpanos timbrados por el resonar de las bombas.
Sus nuevos compañeros lo rodeaban para preguntarle sobre sus batallas, si tenía alguna novedad de algún amigo de regimiento o sobre el armamento y las tácticas de moda. Enterados de varios detalles de lo que ocurría en el mundo exterior, los soldados iniciaban entonces el gran juego. Felicitaban al recién llegado, le mostraban su dormitorio, las costumbres del lugar, los sitios secretos, los enfermeros a evitar y terminaban por retomar una conversación comenzada sobre Pedrito “cabeza de madera”. El novato, picado por la curiosidad, pedía que le explicaran entonces la historia de ese soldado.
Le respondían como si nada, “pues hombre, de quién más estaremos hablando que de Pedrito del Bosque, más conocido como cabeza de madera; pensábamos que ya lo habías conocido”. A lo que agregaban: “pronto te lo encontrarás en algún corredor, es imposible no reconocerlo”. El soldado pasaba entonces su primer día buscando a cabeza de madera, le preguntaba a otros compañeros que lo miraban complacientes indicándole el camino por donde lo habían visto la ultima vez. Con sus muletas el hombre iba a la lavandería, a la cocina, al taller, buscaba en todos los pisos pero no daba con el famoso Pedro del Bosque.
A la hora de la cena, volvía con sus compañeros de dormitorio un poco confundido y los encontraba comiendo muy alegres y hablando de cabeza de madera, claro está, de lo buen tipo que era a pesar de todas las desventuras por las que había pasado. Uno de ellos se acordaba de cómo lo había visto perder la nariz de un sablazo salvando a un superior. Otro afirmaba que eso había sido tan solo el principio pues con sus propios ojos lo había visto perder la mitad de la cabeza de un tiro de cañón. Y así, cada uno recordaba un episodio de su vida: de cómo un cirujano le había puesto una campana de cristal para evitar que se le evaporaran las ideas al pobre Pedrito del Bosque, prohibiéndole dedicarse a las ciencias abstractas pero dándole permiso de fumarse un cigarrillo de vez en cuando.
Y todos volvían en coro al final de la historia, cuando un ebanista se había compadecido de su estado y le había fabricado la famosa cabeza de madera, con sus ojos, lengua, orejas correspondientes. En fin, decían que hasta comenzaban a respetarlo porque era el único soldado que podía romper las nueces sus dientes. Lo único era que, para fabricarla, el ebanista no había conseguido otra pieza que un grueso pino venido de la selva negra, lo que le daba ese acento alemán del que tanto se le burlaban.
Ante la seriedad de sus compañeros, el novato seguía en busca del personaje durante los días siguientes, nadie sabía decirle con exactitud dónde lo habían visto, hasta que tras una semana el soldado comenzaba a dudar de la veracidad de tan mentada historia y terminaba por caer en cuenta de la primiparada en la que había caído. Desde entonces, como todo recluta de segundo año, se encargaba personalmente de hablarle a los nuevos lisiados sobre el famoso Pedro “cabeza de madera”, ese amable soldado que pronto conocerían en el palacio de los Inválidos de París.
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Excelente historia
Me encantó este blog y su simpática historia de Pedro cabeza de madera
Gracias.
Creativos!!
Que simpática la histria de Pedro cabeza de madera. Me deleité bastante. Gracias.
Qué bueno, es muy grato leer que te divertiste.
Sugiero una historia sobre la evolución de los oficio desde el medioevo.
Hola Jesús, muchas gracias por tu comentario. Claro que sí.
Como siempre a todo primiparo en los lugares en donde ya hay veteranos se le toma del pelo y se le engaña con historias fantásticas. Gracias
Hola Carlos, tal cual. Y pasa, por lo menos, desde hace 200 años. Gracias por tu comentario.